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El anteproyecto de ley de residuos y suelos contaminantes de Baleares pone sobre la mesa la urgente necesidad de eliminar la venta y el consumo de diferentes productos que, como un todo o por partes, son causantes de una grave contaminación.
La ley que se está discutiendo pretende que para el año 2020 no se vendan en Baleares cápsulas de café que sean de plástico o aluminio o que, en su defecto, las empresas comercializadoras se encarguen de su posterior recolección una vez usadas y su reciclaje.
Otros productos que deberán dejar de venderse son platos, vasos y cuberterías de plástico, bastoncillos para los oídos, pajitas de plástico, palos de “chupa chups” y similares, mecheros no recargables, maquinillas de afeitar de un solo uso, tóneres de impresoras que no sean reutilizables, o simplemente las bolsas de supermercado que deberán pasar a estar hechas con celulosa.
Tras un periodo de alegaciones y pasar por el Consejo de Gobierno, se realizará un debate después del verano para la aprobación de la ley que en principio debería entrar en vigor el 1 de enero de 2020.
Para quienes no cumplan estas prohibiciones se prevén multas que pueden ir de 300 euros a 1’7 millones de euros.
Un riesgo creciente para el medio ambiente.
Más allá de la obvia importancia que tienen el resto de productos que serán prohibidos por esta ley, me gustaría centrarme en mi experiencia con las cápsulas de café ya que apenas consumo ninguno de los otros artículos que serán prohibidos según esa ley.
De un tiempo a esta parte, con la popularización de las máquinas de café con monodosis, han pasado de ser algo exótico a algo bastante cotidiano en nuestras vidas.
Según leo en internet, la venta de cápsulas ha crecido un 26% en la última década y se calcula que en poco tiempo la venta de café monodosis superará al molido y el soluble.
Recuerdo hace muchos años el primer día que me ofrecieron un café “de cápsula” en casa de un amigo muy dado a acoger todas las innovaciones (lo que en lenguaje moderno se denomina como “early adopter”).
Me quedé prendado de aquella caja de madera que contenía unas veinte cápsulas de aluminio de diferentes colores y sabores de café, y de la comodidad que suponía simplemente poner la cápsula en la máquina, apretar un botón y obtener un rico y cremoso café al instante con absoluta limpieza ya que no se manchaba nada y la cápsula se almacenaba en un compartimento que cuando se llenaba se podía vaciar en la basura sin el mínimo remilgo, miramiento o preocupación.
Y sí, al cabo de unos años de haber probado el invento y con la racionalización de los precios de las cafeteras que aceptaban estas cápsulas, yo también caí y me hice usuario de las mismas.
Cuando se despertó en mi una conciencia sostenible más fuerte (lo confieso, no siempre me preocupé de ello) me pregunté si tirar aquellas cápsulas a la basura era algo sostenible o no, y rápidamente me di cuenta de que no lo era para nada.
Nota: Artículo inicialmente publicado en Compromiso Empresarial. Para seguir leyendo clique aquí.