
Disponer de un teléfono en el bolsillo y acceso a datos en casi cualquier rincón del planeta no basta para que las personas aprovechen de verdad los servicios financieros formales. Esa es la evidencia incómoda que atraviesa el Global Findex 2025, el examen cuatrienal con el que el Banco Mundial toma el pulso a la inclusión económica mundial.
Cuando el Banco Mundial presentó el Global Findex 2025 el pasado mes de julio, la cifra que acaparó los titulares fue el79 % de adultos que hoy poseen una cuenta en un banco, una fintech o un servicio de dinero móvil. El dato suena rotundo: hace apenas una década esa proporción era poco más de la mitad. Sin embargo, tras la euforia se esconde un número igual de elocuente: millones de personas siguen fuera del sistema, a pesar de que la gran penetración de los teléfonos inteligentes y la existencia de una cobertura digital que, sobre el papel, debería bastar para abrir y gestionar una cuenta.
El Findex nació en 2011 como un censo cuatrienal sobre acceso a servicios financieros. En su edición 2025 ha ampliado la muestra a más de 140.000 encuestados de 141 países y puesto el foco en la economía digital. Por primera vez incorpora un “Digital Connectivity Tracker” que superpone posesión de móvil, uso de internet y calidad de la conectividad con los clásicos indicadores de cuentas, pagos, ahorro y crédito.
La fotografía resultante es, a partes iguales, alentadora e incómoda: allí donde la banda ancha se masifica crece el dinero móvil y se disparan los pagos digitales, pero en esos mismos territorios afloran nuevos miedos (fraude, suplantación, robo de identidad) que a menudo bastan para mantener inactiva una cuenta recién abierta.
A la luz de esos hallazgos el debate ya no gira solo en torno al acceso, sino a la calidad del uso. En algunos mercados, una de cada cuatro cuentas permanece inactiva, lo que subraya que el acceso no siempre se traduce en uso efectivo. Esos titulares mueven dinero con tanta poca frecuencia que, en la práctica, siguen fuera del circuito formal. También se identifica una brecha de género que persiste (cinco puntos porcentuales en los países de renta media-baja) y apunta a la desconfianza como freno transversal.








