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Inclusión financiera global: entre victorias y asignaturas pendientes

Foto de Mathieu Stern en Unsplash

Disponer de un teléfono en el bolsillo y acceso a datos en casi cualquier rincón del planeta no basta para que las personas aprovechen de verdad los servicios financieros formales. Esa es la evidencia incómoda que atraviesa el Global Findex 2025, el examen cuatrienal con el que el Banco Mundial toma el pulso a la inclusión económica mundial.

Cuando el Banco Mundial presentó el Global Findex 2025 el pasado mes de julio, la cifra que acaparó los titulares fue el79 % de adultos que hoy poseen una cuenta en un banco, una fintech o un servicio de dinero móvil. El dato suena rotundo: hace apenas una década esa proporción era poco más de la mitad. Sin embargo, tras la euforia se esconde un número igual de elocuente: millones de personas siguen fuera del sistema, a pesar de que la gran penetración de los teléfonos inteligentes y la existencia de una cobertura digital que, sobre el papel, debería bastar para abrir y gestionar una cuenta.

El Findex nació en 2011 como un censo cuatrienal sobre acceso a servicios financieros. En su edición 2025 ha ampliado la muestra a más de 140.000 encuestados de 141 países y puesto el foco en la economía digitalPor primera vez incorpora un “Digital Connectivity Tracker” que superpone posesión de móvil, uso de internet y calidad de la conectividad con los clásicos indicadores de cuentas, pagos, ahorro y crédito. 

La fotografía resultante es, a partes iguales, alentadora e incómoda: allí donde la banda ancha se masifica crece el dinero móvil y se disparan los pagos digitales, pero en esos mismos territorios afloran nuevos miedos (fraude, suplantación, robo de identidad) que a menudo bastan para mantener inactiva una cuenta recién abierta.

A la luz de esos hallazgos el debate ya no gira solo en torno al acceso, sino a la calidad del uso. En algunos mercados, una de cada cuatro cuentas permanece inactiva, lo que subraya que el acceso no siempre se traduce en uso efectivo. Esos titulares mueven dinero con tanta poca frecuencia que, en la práctica, siguen fuera del circuito formal. También se identifica una brecha de género que persiste (cinco puntos porcentuales en los países de renta media-baja) y apunta a la desconfianza como freno transversal. 

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Greenwashing: los reclamos publicitarios bajo la lupa de la OCDE

Foto de Saffu en Unsplash

Más del 40% de los comercios electrónicos estudiados por la OCDE emplean tácticas posiblemente engañosas al describir las credenciales ambientales de sus productos. Esa estadística, que afecta casi a la mitad del escaparate digital mundial, sirve de indicador de un problema más profundo: el greenwashing deja al consumidor sin referencias fiables, distorsiona los incentivos de inversión y retrasa la adopción de innovaciones verdaderamente limpias.

Ese problema se agrava porque el interés por lo “verde” es claro: 48% de los consumidores europeos afirma preferir artículos con alguna etiqueta ambiental y 45% de los australianos declara que la sostenibilidad influye a menudo en su compra.

Según el informe Digital Economy Paper n.º 375, “Protecting and Empowering Consumers in the Green Transition: Misleading Green Claims”, publicado en mayo por la OCDE, al falsear la información ambiental de los productos, los comercios inducen decisiones de compra subóptimas y desplazan inversión lejos de compañías que sí innovan en ecodiseño o descarbonización. 

Mientras que estas prácticas erosionan el poder adquisitivo de los consumidores, el deterioro reputacional para las empresas tampoco se queda atrás: en un mercado gobernado por las redes sociales, una sola publicación que desenmascare un reclamo publicitario exagerado puede desencadenar una crisis que desplome en días el valor bursátil o la demanda de una marca.

A este escenario se suma el greenhushing, tendencia por la que muchas firmas optan por silenciar sus avances ambientales para evitar el escrutinio público o posibles sanciones. Esa autocensura bloquea la difusión de mejores prácticas y, paradójicamente, priva al consumidor de señales claras sobre soluciones más sostenibles. 

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Arquitectura hostil: ciudades que no acogen

Cada vez más ciudades adoptan estrategias de diseño que desalientan el descanso, la permanencia y la interacción. Bancos divididos, aspersores nocturnos o barreras invisibles son parte de una arquitectura hostil que no solo incomoda, sino que define quién merece estar y quién debe desaparecer del espacio público.

La arquitectura hostil, también conocida como diseño defensivo, exclusionary design o anti-homeless, es una estrategia de diseño urbano que altera el mobiliario y las superficies públicas para desalentar conductas como sentarse, tumbarse, patinar o improvisar refugios, y con ello aleja de la escena a colectivos concretos, sobre todo personas sin hogar, jóvenes y usuarios con movilidad reducida. 

Sus formas van desde pinchos en repisas y bancos segmentados hasta riego nocturno automático disuasorio. Aunque sus precedentes se remontan al higienismo del siglo XIX, en la última década estas tácticas han ganado visibilidad y controversia porque transforman el espacio público en una herramienta de control más que de convivencia

Este tipo de arquitectura ha pasado de meras anécdotas aisladas a un patrón visible en las ciudades españolas. En marzo, la Puerta del Sol de Madrid se quedó sin asientos: el Ayuntamiento retiró los bancos durante las obras que preparan la instalación de toldos y anunció que, cuando vuelvan, serán piezas de granito que harán de anclaje para las velas de sombra. En Zaragoza, unos triángulos metálicos fijados al alféizar exterior de un McDonald’s del Coso obligaron a los repartidores a llevar sus propias sillas y reavivaron el debate sobre la proliferación de arquitectura hostil en la ciudad.

Mientras tanto, la Fundació Arrels ha cartografiado casi 950 elementos de mobiliario excluyente en el área metropolitana de Barcelona e invita a la ciudadanía a seguir documentándolos. 

Estos datos bastan para encuadrar el tema: el diseño urbano se está utilizando como herramienta de control sobre quién puede permanecer, descansar o simplemente ocupar el espacio público, abriendo un debate inevitable sobre la responsabilidad social de la arquitectura y el derecho a la ciudad.

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La Corte Internacional de Justicia prepara el terreno para sancionar la inacción climática

El 23 de julio de 2025, la Corte Internacional de Justicia (CIJ, órgano judicial principal de la Organización de las Naciones Unidas) emitió una opinión consultiva que sostiene que la inacción frente al cambio climático puede constituir una violación del derecho internacional. 

El tribunal afirmó que los Estados están obligados a limitar las emisiones de gases de efecto invernadero y a proteger un ambiente limpio, saludable y sostenible, y que el incumplimiento puede acarrear responsabilidad y reparaciones económicas o ecológicas.

El texto, adoptado por unanimidad, se extiende más allá del Acuerdo de París y ancla esas obligaciones en tratados ambientales existentes, en normas consuetudinarias (basadas en la costumbre) y en el marco de los derechos humanos. La CIJ subraya un deber de diligencia para prevenir daños significativos al sistema climático e incluye la necesidad de regular y supervisar a los actores privados sometidos a la jurisdicción estatal.

La opinión responde a una solicitud aprobada por la Asamblea General de la ONU en 2023, impulsada por Vanuatu y otros pequeños Estados insulares que buscaban claridad jurídica para exigir responsabilidades a los grandes emisores. 

Además de reafirmar y aplicar el estándar de “daño significativo” (entendido como la combinación de probabilidad y magnitud del perjuicio, sin un umbral numérico cerrado), la CIJ insiste en que las obligaciones deben ejecutarse con base en la mejor ciencia disponible y mediante cooperación internacional efectiva. Esta lectura aporta un marco común para políticas climáticas más estrictas y reduce el margen de ambigüedad normativa.

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El estándar “B” de impacto empresarial se reinventa en 2025

El pasado mes de abril, B Lab presentó la mayor puesta al día de su sello B Corp desde su creación en 2006. La revisión coincide con la consolidación de una comunidad que ya supera las 9.000 empresas en más de un centenar de países, todas empeñadas en demostrar que se puede hacer negocio generando un impacto social y ambiental tangible.

En 2006, tres emprendedores de Filadelfia dejaron el capital riesgo para crear B Lab, la organización sin ánimo de lucro que lanzaría un sello inédito: la Certificación B Corp, concebida para demostrar que una empresa genera valor social y ambiental al mismo tiempo que beneficios. 

Doce meses después se certificaron las primeras 82 compañías; desde entonces la comunidad ha crecido hasta reunir unas 9.000 empresas repartidas en 102 países y 160 sectores, con más de 930.000 trabajadores. Nombres conocidos como Patagonia, Ben & Jerry’s o Danone presumen hoy del logo “B” en sus productos, y miles de pymes lo emplean para diferenciarse ante clientes, inversores y talento.  

Ese éxito, sin embargo, trajo consigo tensiones. El estándar original se basaba en obtener al menos 80 de 200 puntos en la herramienta de evaluación de impacto. El sistema permitía concentrar buenas prácticas en un área (por ejemplo, clima) y, a cambio, mostrar un desempeño modesto en otra, como salarios o diversidad. 

A medida que la certificación atrajo a grandes multinacionales (casos polémicos como Nespresso o Evian), críticos y B Corps más pequeñas alertaron de que la flexibilidad generaba confusión entre consumidores y diluía el significado del sello. Al mismo tiempo, nuevas normas de transparencia (como la CSRD europea) y la presión de inversores que quieren métricas comparables subieron el listón de lo que se considera “buen impacto”.  

Con ese trasfondo, B Lab inició en 2020 un proceso de reforma que incluyó dos consultas públicas y 26 000 aportacionesde empresas, ONG y académicos. El resultado vio la luz el 8 de abril de 2025: un marco completamente rediseñado que deja atrás la lógica de puntos y exige que cada empresa demuestre mínimos verificables en siete grandes ámbitos de impacto. 

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TISFD: hacia una mayor transparencia social en el ámbito corporativo

Foto de Bud Helisson en Unsplash

El 10% más rico de la población global acumula más de la mitad de los ingresos mundiales y tres cuartas partes de la riqueza total. Mientras esa pequeña fracción dispone de la mayoría de los ingresos mundiales, millones de personas luchan por satisfacer sus necesidades básicas, una situación agravada por el cambio climático y la pérdida de biodiversidad. 

La desigualdad, si no se aborda adecuadamente, genera riesgos significativos tanto para la estabilidad económica como para el bienestar social. Los niveles extremos de desigualdad erosionan la cohesión social, inhiben la formación de capital humano y amenazan la estabilidad financiera. 

Estos problemas no solo afectan a las personas y comunidades, sino también a las empresas, que se ven afectadas por un entorno más inestable y complejo para operar. Estas tienen la responsabilidad de contribuir a una sociedad más justa y sostenible, abordando la desigualdad y fortaleciendo sus relaciones con las comunidades, fomentando la innovación y asegurando un futuro sostenible.

Con la idea de contribuir a esa responsabilidad corporativa nace la nueva iniciativa del Grupo de trabajo sobre desigualdad e información financiera de carácter social (Taskforce on Inequality and Social-related Financial Disclosures (TISFD)).

Este grupo de trabajo es una coalición formada por líderes de empresas globales, instituciones financieras, organizaciones de la sociedad civil y organismos internacionales, apoyada por el Foro Económico Mundial y otras entidades comprometidas con un sistema financiero más justo e inclusivo. 

La visión de TISFD no es solo cumplir con regulaciones, sino inspirar un cambio profundo en el papel de las empresas en la sociedad. Se trata de transformar la manera en que operan para que se conviertan en líderes en la lucha contra la desigualdad, no solo alineando sus estrategias con las expectativas de inversores y consumidores, sino también actuando como agentes de cambio positivo.

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La UE prohíbe los productos hechos con trabajo forzoso

Foto de British Library en Unsplash

La Unión Europea ha reforzado su compromiso con los derechos humanos y laborales mediante la aprobación del Reglamento (UE) 2024/3015 recientemente publicado. Esta normativa establece un marco jurídico innovador que prohíbe la comercialización de productos fabricados, total o parcialmente, mediante trabajo forzoso en el mercado europeo. 

El propósito principal de esta regulación es alinear al mercado europeo con los principios éticos establecidos en los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), particularmente la meta 8.7, que aboga por la eliminación del trabajo forzoso, la esclavitud moderna y la trata de personas

Teniendo en cuenta que, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), más de 27,6 millones de personas son víctimas de estas prácticas en el mundo, este reglamento marca un hito en los esfuerzos globales por erradicar el trabajo forzoso de las cadenas de suministro.

Aunque el reglamento entró en vigor el 13 de diciembre de 2024, su aplicación efectiva comenzará el 14 de diciembre de 2027, dando un período transitorio de tres años para que empresas y autoridades adapten sus procesos a las nuevas exigencias. Ese período de transición permitirá que las partes involucradas implementen procesos de diligencia debida y adopten herramientas tecnológicas que aseguren el cumplimiento normativo.

La prohibición explícita de productos asociados al trabajo forzoso es el núcleo de esta regulación. Abarca tanto bienes producidos dentro del territorio de la Unión Europea como aquellos importados de terceros países. Este enfoque universal no discrimina por origen y asegura que los estándares éticos europeos se apliquen a todos los productos presentes en el mercado, sin excepciones. 

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Debida diligencia en Derechos Humanos para una inversión más sostenible

Foto de Markus Spiske en Unsplash

La integración de los Derechos Humanos (DD.HH.) y la debida diligencia en el ámbito de las finanzas se ha convertido en un componente esencial para la gestión responsable de las empresas y la inversión, tal y como señala el reciente estudio temático de Spainsif “Debida diligencia y Derechos Humanos en las finanzas sostenibles”.

La presión ejercida por la sociedad civil, inversores y consumidores para lograr una mayor transparencia y responsabilidad en las actividades empresariales ha llevado a que el sector financiero tome un papel proactivo en la incorporación de los DD.HH. dentro de sus procesos y políticas. 

El incremento de los desafíos sociales, cada vez más evidentes tras las recientes crisis internacionales (crisis financiera de 2008, pandemia de COVID-19, crisis energética y de cadenas de suministro), así como los conflictos que aún deben gestionarse en los próximos años —entre ellos, los vinculados a una transición energética justa y a la transformación hacia una economía más sostenible e inclusiva—, han generado una mayor urgencia de actuación.

No obstante, esa urgencia no solo responde a la creciente demanda de prácticas sostenibles, sino que también se alinea con la Agenda 2030 de la ONU, cuyo lema «No dejar a nadie atrás» establece la necesidad de proteger los derechos fundamentales en todas las áreas de desarrollo económico.

Este enfoque ha cobrado mayor relevancia con la reciente Directiva sobre Debida Diligencia en Materia de Sostenibilidad Corporativa de la Unión Europea, la cual marca un hito en la regulación vinculante para la protección de los DD.HH. en el ámbito empresarial y financiero.

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Las claves de la nueva (y descafeinada) Directiva de diligencia debida

Foto de S O C I A L . C U T en Unsplash

La aprobación de la Directiva sobre Diligencia Debida para la Sostenibilidad Corporativa (CSDDD, o también CS3D, por sus siglas en inglés) ha sido el resultado de un proceso complejo, marcado por intensas negociaciones que reflejan el panorama dividido entre los miembros de la Unión Europea y los intereses en conflicto. Este proceso ha puesto de manifiesto las diferentes posturas de los Estados miembros, así como la influencia de grupos de presión empresariales y organizaciones de la sociedad civil.

La CSDDD, es una iniciativa legislativa europea diseñada para fomentar un comportamiento empresarial responsable y sostenible, obligando a las empresas a identificar, prevenir, mitigar y rendir cuentas sobre los impactos negativos en los derechos humanos y el medio ambiente a lo largo de sus cadenas de suministro y operaciones. Esta directiva representa un esfuerzo significativo para integrar consideraciones de sostenibilidad en las prácticas corporativas, promoviendo así la transparencia y la responsabilidad en el ámbito empresarial con respecto a los desafíos globales en materia de derechos humanos y sostenibilidad ambiental.

Aunque el esbozo final de la CSDDD, desvelado a finales de enero, parecía destinado a ser aprobado sin mayores obstáculos, Alemania anunció que no votaría a favor debido a la oposición del Partido Democrático Libre (FDP), que argumentó que la directiva sobrecargaría a las empresas

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La debida diligencia en derechos indígenas: un deber ineludible para empresas e inversores

Foto de Andrew James en Unsplash

A lo largo y ancho del planeta, las comunidades indígenas están sufriendo una escalada en las infracciones a sus derechos humanos, especialmente en las áreas de la minería, energía verde y agronegocios. Tanto empresas como accionistas y proveedores de capital juegan un papel crucial en la promoción, facilitación o prevención de impactos en los derechos humanos de estos pueblos. 

Los pueblos indígenas habitan todos los continentes del mundo excepto la Antártida, hablan tres cuartas partes de las aproximadamente 6.000 lenguas del planeta y residen en más de 70 países de todo el mundo.

Estos grupos representan un poco más del cinco por ciento de la población mundial, pero tienen tres veces más probabilidades de vivir en condiciones de extrema pobreza que otros grupos humanos. Además, son particularmente afectados por amenazas a sus tierras y recursos, tales como la extracción de recursos naturales y proyectos de infraestructura, y a veces enfrentan riesgos de apatridia (no ser considerados como nacionales por ningún Estado) cuando sus tierras ancestrales se extienden más allá de las fronteras nacionales. 

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