
Este pasado 7 de abril se conmemoró el Día Mundial de la Salud, una fecha instaurada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1950 para poner en el centro del debate público los grandes retos sanitarios que enfrenta la humanidad. A pesar de que cada año se elige un lema diferente (en esta ocasión, “Comienzos saludables, futuros esperanzadores”), la realidad muestra que las condiciones para lograr ese objetivo distan mucho de estar garantizadas en buena parte del planeta.
Más allá del carácter simbólico de la jornada, lo cierto es que 2025 llega con una sensación compartida de agotamiento e incertidumbre en materia sanitaria. Aunque la pandemia ha quedado atrás en términos de emergencia global, sus consecuencias siguen afectando a los sistemas de salud, especialmente a los públicos.
Algunos indicadores clave muestran signos preocupantes. Según el último informe de la OMS sobre financiación sanitaria, publicado en diciembre de 2024, el gasto público medio en salud por persona se redujo en 2022 en todos los grupos de países, independientemente de su nivel de ingresos. Este retroceso no solo rompe con la tendencia de refuerzo del gasto vivida durante los peores años de la COVID-19, sino que pone en evidencia una pérdida de prioridad políticapara un derecho tan básico como la salud.
Mientras tanto, alrededor de 4.500 millones de personas siguen sin acceso pleno a servicios esenciales, mientras otras corren el riesgo de empobrecerse por gastos médicos que no pueden asumir.
En paralelo, se agravan otros frentes. El deterioro de la salud mental (especialmente en el ámbito laboral), el resurgimiento de enfermedades infecciosas como la tuberculosis, los efectos del cambio climático sobre el bienestar físico y mental de las poblaciones, y la contaminación del aire como factor determinante en millones de muertes prematuras, dibujan un panorama sanitario mucho más complejo que el de hace apenas una década.