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Cuando la obligatoriedad acabó imponiéndose a la voluntariedad

Foto de Phil Hearing en Unsplash

Con el paso del tiempo, nos hemos dado cuenta de que la voluntariedad en la implementación de prácticas sostenibles en las empresas ha demostrado ser, en el mejor de los casos, un ejercicio de buena fe que ha necesitado de rectificaciones legislativas en la búsqueda de un impacto real que aún dista de lo que podría llegar a ser.

Hace ya unos años, el debate acerca de si la Responsabilidad Social Corporativa (RSC) o Empresarial (RSE) debía ser algo meramente voluntario y sin ningún tipo de incentivo por parte de terceros para las empresas o si, por el contrario, tenía que ser algo obligatorio, se convirtió en uno de los más citados por parte de un espectro de público relacionado, de una forma u otra, con ese ámbito de la gestión empresarial.

Parecía idílico que las propias empresas, convencidas por sus potenciales efectos positivos, tomaran por sí solas decisiones como implantar estrategias de RSC. Sin embargo, en un mundo guiado en muchos casos por el idealismo, sería bastante ingenuo pensar que un gran número de empresas gastaría dinero en algo que, a priori, no les reportaría un beneficio económico directo.

Confieso que yo era uno de esos ingenuos que simplemente pensaba que la mayoría del tejido empresarial seguiría a aquellas empresas pioneras (generalmente las más grandes) que implementaban planes de RSC y generaban las mejores prácticas y casos de estudio, e intentaría emularlas para no ser percibidas como irresponsables y perder competitividad.

Esta voluntariedad podía resultar en una interesante capacidad de innovación y personalización, ya que cuando las empresas tienen la libertad de elegir cómo implementar la RSC, pueden innovar y crear programas que se adapten a sus operaciones específicas, a sus empleados y a las comunidades en las que operan.

Además, la implementación voluntaria de la RSC podía incentivar a las empresas a internalizar los principios de la RSC e integrarlos en su cultura corporativa, en lugar de simplemente cumplir con una lista de requisitos. Esto les permitiría adaptarse a las cambiantes expectativas sociales y ambientales a su propio ritmo, en lugar de tener que adaptarse a los plazos regulatorios.

Otro de los beneficios citados por los defensores de la voluntariedad era la mejora de reputación y la ventaja competitiva ya mencionada, ya que las empresas que adoptasen prácticas de RSC de manera voluntaria podían usarlas para diferenciarse de la competencia y mejorar su reputación entre los consumidores y los inversores.

Impulsando la sostenibilidad a través de una «sopa de siglas»

En la actualidad, términos como RSC han quedado ya un tanto anticuados y en muchas mentes, están meramente ligados a la realización de actividades filantrópicas y sociales generalmente alejadas de la estrategia de las empresas y poco relacionadas con sus actividades y sus impactos directos en la sociedad, la economía o el medio ambiente.

Ahora, hemos dejado de lado la RSC para hablar de sostenibilidad o criterios ASG (ambientales, sociales y de gobierno corporativo), términos con diferencias conceptuales, pero que en la mayoría de las mentes resuenan como cosas similares.

También nos encontramos con un panorama en el que no es que se obligue de forma directa a las empresas a ser sostenibles (de manera genérica me refiero a esta sostenibilidad y, por tanto, sin hacer apreciaciones extensas), pero sí se les empuja de alguna manera.

Desde los tiempos en los que se debatía sobre voluntariedad sí o no, se han celebrado varias COP (conferencias de partes sobre el clima), se han tomado decisiones y establecido metas como la Agenda 2030 o el Pacto Verde, y se ha desarrollado (y lo que queda) una extensa regulación sobre sostenibilidad a nivel europeo que nos ha traído una «sopa de siglas» y términos con las que lidiar a diario como NFRD, CSRD, EFRAG, TCFD, ISR, Taxonomía, bonos verdes, etc..

La RSC, sostenibilidad, o como queramos llamarla, no es que se haya convertido en algo obligatorio, pero se va a acabar obligando a casi todas las empresas a informar sobre cómo gestionan sus actividades desde el punto de vista de la sostenibilidad.

Si la empresa no hace nada, poco tendrá que reportar, pero dejará de ser bien vista por sus grupos de interés.

La letra, con sangre entra

No es la mejor solución llegar al nivel de tener que empujar a las empresas a ser sostenibles, pero así funciona nuestra sociedad actual. Bueno, seguramente desde el inicio de los tiempos ha sido así, muchas cosas no se hacen si no estamos obligados a hacerlas.

Aunque el hecho de que las prácticas de RSC fueran meramente voluntarias también tenían sus contras, no nos vamos a engañar.

Uno de ellos (y que aún no está del todo solucionada en el mundo del “reporte obligatorio”, pero se espera que lo esté) es la inconsistencia y falta de estándares a los que atenerse, por lo que las prácticas de RSC podían variar ampliamente de una empresa a otra aun siendo del mismo sector, lo que dificultaba su comparación y la evaluación del desempeño.

Derivado de lo anterior, sin regulaciones obligatorias, podía haber menos transparencia en cómo las empresas implementaban y reportaban sus iniciativas de sostenibilidad.

La sombra del greenwashing sería aún más alargada en un mundo en el que se “hiciera sostenibilidad” voluntariamente y sin normas y estándares, ya que las empresas podrían utilizar esas prácticas como una herramienta de marketing sin hacer cambios significativos en sus operaciones. 

Por último, las actividades voluntarias podían tener un impacto limitado porque  algunas empresas podían optar por no participar o hacer lo mínimo posible, limitando el impacto general de estas iniciativas en la sociedad, la economía y el medio ambiente.

Es por esto, que los estándares y regulaciones que sean de obligado cumplimiento deben moverse en el complicado equilibrio entre ser lo suficientemente exigentes para que no cumplir con ellas no sea un mero check-list y un cumplimiento del mínimo esfuerzo y ser aplicables para aquellas empresas y organizaciones que por su tamaño no tienen el mismo músculo financiero y, por ende, de recursos humanos, financieros y operativos que el resto.

El buenismo es guay, pero no tiene mucho recorrido

En definitiva, de todo lo anterior podemos extraer la conclusión de que para que las causas (no definiría a la sostenibilidad como una causa, pero creo que el símil se entiende) avancen, debe haber leyes y normas que las sostengan y promuevan.

La decisión de ser o no sostenibles es algo que continua en las manos de las empresas y que en ningún caso se les ha restringido o impedido, pero si deciden no serlo podrá acarrearles consecuencias que ellas mismas deberán soportar.

Pensar que, como decía el título de aquella película, todo el mundo es bueno y que todas las empresas buscan la maximización del beneficio junto con la minimización de sus impactos negativos, es de un buenismo y una inocencia apabullante.

Igual que creer sin más, como ya hemos visto en algún otro artículo, las encuestas a consumidores en las que todo el mundo está absolutamente comprometido con la sostenibilidad en sus decisiones de compra y después eso cae por su propio peso si se éstas se analizan mínimamente. Unas demandas de sostenibilidad que, si fueran ciertas, sin duda forzarían a las empresas a ser más sostenibles. 

Si queremos avanzar en estos temas, debemos pavimentar el camino con una regulación completa, exigente pero entendible y aplicable, con los cambios, adaptaciones y afinamientos que sean necesarios, a todo tipo de empresas. También, deberá haber sanciones para aquellas que no cumplan con lo requerido, cómo no.

De lo contrario, nada importante y verdaderamente significativo cambiante va a suceder. 

Nota: este artículo fue previamente publicado en Revista Haz el 26-9-23.

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